martes, 4 de octubre de 2011

La Sevilla de Bécquer


Por una mirada, un mundo, por una sonrisa, un cielo, por un beso... Yo no sé que te diera por un beso

Nació en Sevilla, el 17 de febrero de 1836. Era hijo de Joaquina Bastida de Bargas y del pintor José Domínguez Bécquer. Fue bautizado en la parroquia de San Lorenzo Mártir, con el nombre de Gustavo Adolfo, siendo su apellido original Domínguez Bastida. Tenía un hermano mayor, Valeriano, ambos huérfanos a muy temprana edad. Fueron adoptados por su tío, Juan de Vargas.

Gustavo Adolfo Bécquer
A los diez años, Gustavo Adolfo comenzó la carrera de náutica, en el colegio de San Telmo, en Sevilla. Sin embargo, su vocación se frustró, cuando el colegio cerró sus puertas. Fue a vivir, entonces, con su madrina, Manuela Monahay, y bajo su cuidado estudió pintura y latín.

En 1854, marchó a Madrid junto a su hermano. Allí colaboró en varias publicaciones periodísticas, fundando con unos amigos, la revista “España Artística”. Sin embargo su estadía no fue grata. Los graves problemas económicos y de salud (se le declaró hemoptisis), comenzaban a debilitarlo. En el Monasterio de Veruela, encontró un lugar para restablecerse, y desde allí envió sus escritos, entre ellos “Cartas desde mi celda”, a diversas revistas.

De regreso a Madrid, comenzó a trabajar en la Oficina de Bienes Nacionales, pero por poco tiempo.
Data de esa época, el amor profundo y fugaz con Julia Espín, hija de un profesor del Conservatorio y organista del palacio real. Se dice que muchas de sus rimas la tienen como inspiradora, y le legó su nombre (Julia) a su sobrina, hija de Valeriano.

Yo sé un himno gigante y extraño
que anuncia en la noche del alma una aurora,
y estas páginas son de ese himno
cadencias que el aire dilata en las sombras.

Yo quisiera escribirle, del hombre
domando el rebelde, mezquino idioma,
con palabras que fuesen a un tiempo
suspiros y risas, colores y notas.

Pero en vano es luchar, que no hay cifra
capaz de encerrarle; y apenas, ¡oh, hermosa!,
si, teniendo en mis manos las tuyas,
pudiera, al oído, cantártelo a solas.

Fue con Casta, hija de su médico, Francisco Esteban, con quien Bécquer se casó en 1861, y con quien tuvo sus tres hijos. Sin embargo, el último de ellos fue fuente de conflictos matrimoniales, ya que Gustavo lo atribuía al fruto de un amor prohibido de su esposa.

Fue redactor del diario “El Contemporáneo”, Censor de Novelas, pero nunca participó en la vida pública o política. La fama no lo acompañó durante su vida. Tenía pocos amigos. Era serio, bondadoso, poco expresivo, le gustaba la música y admiraba a Chopen.

Su obra es muy reducida, sencilla, cálida, sentimental y depurada. La componen sus célebres “Rimas”, conjunto de 94 poemas breves, 25 leyendas y sus nueve cartas literarias con el título “Desde mi Celda”.

¿A qué fingir el labio risas que se desmienten en los ojos?

Si bien su fama se debió a sus versos, también sus prosas fueron magníficas. En las leyendas, cautiva al lector mostrándole un mundo fantástico, que lo atrapa hasta el final. No trató de dejar enseñanzas morales, ni se ató a la lógica, sino que dejó fluir su imaginación y sus sentimientos, típico de los autores románticos. Algunas pertenecen al género gótico o de terror, otras, son verdaderas poesías, escritas en prosa, y otras son narraciones de aventuras. En ellas se destacó su admiración por la naturaleza y los paisajes castellanos.

Inauguró, junto a Rosalía de Castro, la línea moderna española, y fue así reconocido por autores prestigiosos como Miguel de Unamuno, los hermanos Antonio y Manuel Machado, Juan Ramón Jiménez, Rafael Alberti, Federico García Lorca, entre otros.

Se destacan entre sus obras: “El libro de los gorriones”, “Historia de los templos de España” (1857), “Cartas literarias a una mujer” (1860-1861), “Cartas desde mi celda” (1864), “Obras completas” (1871).
Entre sus leyendas: “El caudillo de las manos rojas” (1858), “La cruz del diablo” (1860, “La ajorca de oro” (1861), “El beso” (1863), “La rosa de pasión” (1864), entre otras.

Mientras se sienta que se ríe el alma, sin que los labios rían; mientras se llore, sin que el llanto acuda a nublar la pupila; mientras el corazón y la cabeza batallando prosigan, mientras haya esperanzas y recuerdos, habrá poesía


Sus afamadas rimas fueron escritas en 1867, pero perdió el manuscrito durante la Revolución de 1868. Lo reconstruyó casi de memoria, y con la ayuda de algunas que habían sido publicadas en los periódicos de la época. Le dio el título de “El libro de los gorriones” y es conservada en la Biblioteca Nacional de Madrid. En ellas se entrecruzan en versos asonantes, los recuerdos, el amor, el desengaño, la desesperanza y la muerte.

Su vida se apagó en Toledo, aquejado por una enfermedad que lo acompañaba desde 1858, el 22 de diciembre de 1870, en plena juventud (34 años), meses después de la física desaparición de su hermano, que había fallecido en septiembre.

Entre sus últimos deseos, solicitó a su amigo, el poeta Ferrán, que quemase sus cartas personales, para impedir su deshonra, y que publicasen sus versos. Opinó que “muerto seré más reconocido que vivo”, y su premonición se cumplió.

Los restos de ambos hermanos yacen en Sevilla, donde fueron trasladados en 1913.




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